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miércoles, 8 de enero de 2014

¡Qué bueno que nos copien!





Fuente: Jorge Montaña





¡Qué bueno que nos copien!





En la época del conocimiento, no existe nada más arcaico que defender diseños de la copia, ni nada más patético que diseñadores angustiados por ser copiados.



Recibo algunos correos bastante peculiares. Estudiantes que quieren que les haga la tarea; personas que, viviendo en la misma ciudad, exigen que responda por escrito sin tomarse la molestia de llamar por el teléfono; gente que, tras recibir la colaboración, no agradece ni comparte resultados. A todos respondo con cordialidad, pero la última solicitud la sacó del estadio: un joven diseñador recién graduado me preguntó si conocía algún cliente para un producto que acababa de diseñar.



Amablemente, le recordé que soy colega suyo y no fabricante. Le manifesté que, si lo deseaba, podía darle mi opinión y tal vez algunas sugerencias. El muchacho me envíó dos imágenes digitales en muy baja resolución de una compleja silla, en materiales diversos sin especificaciones ni medidas, sin definir usuario ni objetivos claros, dejando más dudas que certezas. Para entender mejor, le hice un par de preguntas. Su respuesta es de enmarcar:



«Estimado Jorge, respecto a las dudas sobre mi producto, como usted entenderá no me es viable responderlas detalladamente pues no cuento aún con mi producto patentado y tengo que defenderme de la posible copia. Solo le garantizo que funciona y sé muy bien cuál es su usuario».



No entendí que es lo que pasaba por la cabeza de la criatura pero no le auguro mucho éxito en la estrategia de comercialización de un producto que, por cierto, parecía bastante inviable por caro, pesado, inestable e inútil. En primer lugar, ¡no existe! o es muy remota la posibilidad de hacer el diseño soñado e ir a ofrecerlo a un empresario ávido de innovación. El diseñador es como el sastre y el diseño como el traje: no queda bien si no se toman medidas, se habla con el cliente, se considera el tamaño de su panza, su gusto y presupuesto.



Hace pocos días, cerró actividades lo que fue el primer buscador de Internet: Altavista. Larry Page y Sergey Brin, fundadores de Google en sus inicios, acudieron a ellos para ofrecerles los parámetros técnicos de lo que sería posteriormente la base del sistema de búsqueda de su empresa Google. Los señores de Altavista no aceptaron su oferta, como tampoco lo hizo Yahoo; el resto de la historia ya la conocemos. Ellos eran extraños en el nido y, al ofrecer algo mejor, estaban indirectamente diciendo que lo que tenia la empresa no era bueno; algo de difícil digestión para el ego gerencial.



Lo mismo sucede con el diseño de productos: las grandes ideas, por grandes que sean, usualmente son ajenas a las empresas. Al ser externas no generan pertenencia ni son interesantes para sus propietarios y, cuando lo son, no se adaptan a los sistemas productivos y de mercadeo de la institución que las acoge, por lo que, necesariamente, necesitan un rediseño posterior que puede llegar a cambiarlas totalmente. Podemos, sí —y a veces lo hacemos muy bien—, visualizar tendencias y, por ende, plantear negocios o proyectos a futuro pero que eventualmente se hacen a medida. Pero llevar proyectos listos a una empresa es como decirle a una pareja que quiere tener un bebé que tenemos un lindo niño para su adopción, y ya grandecito, para economizar en educación.



Los grandes concursos de diseño (y en la región tenemos uno excelente, el Salao Design brasileño) suelen ser de empresarios; su objetivo no es buscar nuevos diseños sino, más bien, talentos para hacer alianzas. Un diseño efectivo implica entender la empresa, su publico objetivo, las mañas de sus consumidores y las tendencias del mercado.



Es muy improbable que un producto premiado sea después comprado por alguna empresa, pero suele suceder que la repercusión del premio mete al diseñador en el negocio. Ahora bien, supongamos que encaramos el mercado con ayuda de algún integrante del enorme hormiguero de micro-empresas entusiastas por abrir sus puertas a diseñadores que les muestren la palabra «negocio». Allí sucede lo mismo, el diseño debe adaptarse a sistemas productivos sencillos, por lo que la silla de nuestro amigo con tres tecnologías diversas tampoco sería viable.



Pero supongamos que la idea llevada a propuesta de producto fuera gloriosa, sublime, que rompiera con todo lo existente y tuviera el potencial de ser muy exitosa. Cada empresa, así como tiene un sistema productivo, también se desempeña en un entorno comercial que es un sub-mundo con sus propias reglas: hacer algo demasiado novedoso implica crear nuevos mercados, impulsar nuevos esquemas de negocio, invertir en comunicar la innovación y correr con todo el riesgo. Nuestras empresas prefieren ir por algo más seguro. Eso no esta mal, puede ser un gran negocio, pero es ¡caro! Se llama Innovación radical y sólo existe para quien cuenta con vastos recursos y hace de los errores aprendizajes, algo que nuestros empresarios con recursos limitados no se animan a hacer.

El que copia es perezoso, se va a lo cierto y por ello prefiere reproducir lo que se vende. Nunca a partir de una ilustración incierta va meterse en un costoso desarrollo. Lo mismo aplica para las ideas, por maravillosas que sean su valor está en su ejecución.



Por otra parte, si su producto es exitoso, el que lo copie lo hará cuando ya esté consolidado y muy probablemente no tenga la misma calidad del original. La copia es por ello el mejor motivador para avanzar y hacer otra cosa. Ser copiado es halagador y un indicador de éxito del producto. Incluso empresas como las de software por debajo de las cobijas incentivan la copia para hacer conocidos sus productos. Por ello, Autocad sigue siendo patrón para diseño en computador. «Quien pega primero pega dos veces». Pero como este siglo XXI lo está siendo del conocimiento, el hacer conocer compartir y divulgar es la base de cualquier negocio. Hoy, los proyectos se publican primero y se ofrecen después. 



Ahora bien, supongamos que no tenemos empresa pero sí una buena idea. Si la idea ya ha decantado en un diseño, como podría ser el caso de nuestro amigo, su producto deberá tener unos atributos verificables y que hagan diferencia en el mercado. Una silla más no parece ser nada seductor, pero si tiene valores embutidos como, por ejemplo, el uso de nuevos materiales, más de una utilidad, un sistema de plegado diferente, una estética a partir de un concepto realmente seductor... la suma de varios de estos atributos puede ser que funcione, siempre y cuando la empresa tenga recorrido o tradición con clientes que la puedan requerir.



El producto resultante finalmente es la suma de las experiencias y conclusiones de los procesos. El producto tangible, para el ejemplo «silla» es apenas la punta de un iceberg de todo un tejido previo. Si nuestro proceso lleva al pedido, en ese momento se abren las puertas de las empresas que pueden producir pero también tendremos un estatus superior: además de diseñadores, clientes. Ahí la cosa funciona.



Para ello, toca publicar, mostrar, divulgar, promocionar y meter más gente. De los propósitos colectivos salen los mejores proyectos. De modo que, amigo de la silla maravillosa, o cambias de opinión o te vas a ver obligado a cambiar de profesión.








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